martes, 13 de mayo de 2014

Seminarios internos - CES - Mercedes Oraisón: La subjetivación como individuación


La subjetivación como individuación.

El propósito central del trabajo está puesto en analizar el pensamiento habermasiano en torno a la noción de individuación, recuperando la reconstrucción propuesta por este autor de la teoría de G. H. Mead sobre el proceso de individuación por vía de la socialización.
Las aportaciones de Habermas me parecen relevantes en relación con el proyecto que nos ocupa en dos sentidos: porque conecta los dos procesos allí estudiados, el de la institucionalización y el de la subjetivación; y porque en su perspectiva se articulan los dos campos necesarios para la comprensión de mismos: la filosofía y la sociología.

Subjetivación y socialización/institucionalización
El análisis de los procesos de subjetivación y de institucionalización en Habermas se enmarca dentro de su teoría de la acción comunicativa. En ella es clara la intención de proporcionar un fundamento teórico – normativo a la investigación social. Para el desarrollo de su concepción acerca de la competencia comunicativa va a partir de consideraciones pragmático – universales. Pero Habermas asume que las mismas no pueden cumplir por sí solas esta tarea. El puente principal entre la teoría general de la comunicación y la metodología de la investigación social es la teoría de la socialización.
El esfuerzo habermasiano se orienta en este sentido a correlacionar el análisis de los procesos estructurales con las relaciones intersubjetivas en contextos vitales particulares. De ahí que se introduzca en las teorías sociológicas de la acción, advirtiendo que las meta – teorías que intentan clarificar conceptos como el de actor, de acción, de situación, el de rol, el de norma y el de valor, en una tentativa de establecer un marco categorial de referencia para teorías empírico – analíticas enfrentan ciertas dificultades, que mencionan más adelante.
Para Habermas la teoría sociológica de la acción no tiene que escoger sus conceptos fundamentales de forma convencional sino que debe desarrollarlos para caracterizar las propiedades formales universales de la capacidad de acción de los sujetos socializados, así como las de los sistemas de acción mismos. Para ello debe apelar tanto al análisis formal de estructuras conscientes, como al análisis causal de procesos observables. Estos dos componentes del programa de investigación propuesto por Habermas son recuperados, por un lado de la lingüística y de la psicología evolutiva en tanto ambas se proponen como tarea la reconstrucción de competencias universales. Además, de la sociología y la psicología social.
En su sistema de pensamiento la complementariedad entre los procesos de socialización e institucionalización y los de subjetivación son abordados de manera recurrente por Habermas dando cuenta que la reproducción de la sociedad se basa en la reproducción de los miembros competentes de la sociedad; y las formas de identidad individual están íntimamente conectadas con las formas de integración social. Pero para Habermas existe siempre un espacio entre los dispositivos sociales de ajustamiento y las respuestas de los sujetos a tales dispositivos.

La psicología social y la explicación de la individuación.
Habermas (TAC II) vuelve sobre la teoría de la racionalización social de Weber para mostrar sus limitaciones, sobre todo sobre el modo en que tal teoría fue comprendida desde Lukacs hasta Adorno como cosificación de la conciencia. Para poder reformular la cuestión de la cosificación o reificación en términos de la acción comunicativa y para poder explicar la diferenciación entre los subsistemas de acción, Habermas cree necesario volver sobre categorías centrales del pensamiento sociológico moderno como el de la interacción. En su teoría de la acción comunicativa Habermas va a analizar los procesos de interacción social a partir de un concepto de racionalidad que permite comprender los procesos de subjetivación como adaptación social y como individuación, superando las paradojas de la filosofía de la conciencia.
A partir de las consideraciones anteriores Habermas va a apelar a Mead. Por un lado, Habermas (TAC II) sostiene que la teoría de Mead va un punto de intersección entre estas dos tradiciones de crítica a la filosofía de la conciencia[1].  Por otro, advierte lo fructífera que resulta la concepción de Mead para comprender las formas de interacción social en las que deviene el individuo socializado (PP).  
En PP, Habermas se va a ocupar de mostrar como la propuesta de Mead permite resolver los problemas en los que caen los científicos sociales al intentar explicar los procesos de individualización social.
Durkheim fue el primero que observó la conexión entre diferenciación social o división del trabajo y progresiva individuación: “Nadie pone hoy ya en duda el carácter obligatorio de la regla que nos manda ser una persona y ser cada vez más persona”. Esta formulación comporta una ambivalencia que reaparece en la expresión que elige Parsons de “individualismo institucionalizado”. Por una parte, la persona a medida que se individúa, conseguirá más libertad de elección y más autonomía; por otra, esta ampliación de los grados de libertad cae bajo una cierto determinista ya que la emancipación respecto de la coacción de los estereotipos sociales que representan las expectativas de comportamiento institucionalizada se comporta “aún” como una nueva expectativa normativa – como institución. (PP, p. 188)
Para Durkheim ser persona significa ser una fuente autónoma de acción. El hombre sólo adquiere esta propiedad en la medida que hay algo en él, en él solo, que lo individualiza, en la medida en que es más que una simple encarnación del tipo genérico de su raza o de su grupo. En esto se visualiza para Habermas que las teorías sociológicas clásicas describen la individualización recurriendo a las particularizaciones por las que el individuo se desvía de las determinaciones generales de su medio social. Podremos necesitar un mayor o menor número de roles sociales para caracterizar a un individuo socializado, pero siempre ocurrirá que por compleja que sea la combinación de roles habrá de expresarse en forma de una conjunción de determinaciones generales. La dificultad que enfrentan los sociólogos es que le faltan los conceptos con que poder dar descriptivamente cuenta de esta experiencia específica de la modernidad debido a que se la define como algo accidental, aquello que se desvía de la encarnación o materialización de un universal genérico. El sociólogo, pues, confunde los procesos de individuación con procesos de diferenciación.
En PP, Habermas analiza también la concepción de Gerth y Mills (1982) sobre el carácter y la estructura social. Este estudio de psicología social se propone comprender como las instituciones sociales están relacionadas con el carácter y la personalidad. Entre sus conclusiones principales sostienen que en el proceso de socialización el sujeto va haciendo suyo lo que las personas de referencia esperan de él, para después generalizar por vía de la abstracción, e integrar, expectativas múltiples e incluso contradictorias, surge entonces un centro interior desde el que se regula a sí mismo, y del que resulta un comportamiento individualmente imputable. La individuación de la persona resulta de la variedad y el alcance de las acciones voluntarias que realiza. Incluye la realidad de la decisión individual y la responsabilidad de las elecciones personales. La diferenciación social, ontogenéticamente, se refleja en una percepción cada vez más diferenciada y en una confrontación con expectativas multiplicadas y en tensión. La elaboración interna de esos conflictos conduce a una autonomización del sí mismo, el sujeto se pone a sí mismo como fuente de su actividad.
Lo que observa Habermas en relación con esta concepción es que la individuación es pensada como autorrealización del sujeto en particular, volviendo a la reinterpretación del concepto de individualidad de la filosofía de la conciencia. Pero en su teoría de la acción comunicativa Habermas va a entender que  “… la individuación no puede representarse como autorrealización de un sujeto autónomo efectuada en soledad y libertad, sino como proceso lingüísticamente mediado de socialización y simultánea constitución de biografía consciente de sí misma. La identidad de los individuos socializados se forma en el medio del entendimiento lingüísticamente con otros, y a la vez en el medio del entendimiento biográfico – intrasubjetivo consigo mismo. La individualidad se forma en las relaciones de reconocimiento intersubjetivo y de autoentendimiento intersubjetivamente mediado” (PP, p. 192).

La teoría de G. H. Mead
Habermas cree que la única tentativa prometedora de conceptualizar esta forma de entender la individuación se encuentra, al menos en germen, en Mead, quien frente a la filosofía del sujeto, asume -sin proponérselo-  el giro lingüístico y pragmático, y otorga el primado al lenguaje como abridor de mundo, por sobre la subjetividad como generadora de mundo.

Mead en sus primeros escritos  reasume el programa de la filosofía de la conciencia interesándose en la explicación de la subjetividad y la autoconciencia en términos epistemológico, cayendo en lo que Habermas llama una reflexión autoobjetualizadora. El círculo de esta reflexión lo rompe al introducir el paradigma de la interacción simbólicamente mediada.
“Mientras la subjetividad sea pensada como el espacio interior en que tienen lugar las representaciones de cada uno, espacio  que sólo se abriría cuando el sujeto que se representa objetos se vuelve en un espejo sobre su propia actividad representativa, todo lo subjetivo sólo resultará accesible bajo la forma de objetos de la autoobservación o introspección, y el sujeto mismo como un Me objetivado en esa intuición. Pero éste se desliga de tal intuición reificante en cuanto el sujeto aparece no en el papel de un observador sino en el papel de un hablante y, desde la perspectiva social de un oyente que le sale al encuentro en el diálogo, aprende a verse y a entenderse a sí mismo como alter ego de ese otro ego: ‘El “sí mismo” (self) que conscientemente se enfrenta a otros “sí mismos” (selves) sólo se convierte, pues, en objeto, sólo se convierte en otro para sí mismo, por el hecho de oírse hablar y responder’”. (PP, p. . 210 y 211)
La introspección exige la actitud objetivante de un observador que se enfrenta a sí mismo en la actitud de una tercera persona, mientras que la actitud realizativa del hablante y oyente exige la diferenciación entre el “tú” como alter ego que está a la misma altura que yo, con quien busco entenderme, y el “algo” sobre lo que quiere entenderme con él. De esta manera la individuación es vista como un proceso dialógico, de interacción y de reflexión.
Mead distingue tres etapas en la interacción: la interacción mediada por gestos, la interacción simbólica mediada y la interacción regulada por normas. Para Habermas, el paso de la primera a la segunda permite explicar el surgimiento de la subjetividad epistémica, y el paso de la segunda a la tercera, el de la subjetividad práctica o moral.
Dice Mead (1982) que en el fondo está la conversación de gestos que encontramos en los animales: el acto de uno es un estímulo para que el otro reaccione de cierto modo, en tanto que el comienzo de esa reacción se torna en estímulo para que el primero adapte su acción a la reacción en marcha. Tal es la preparación para el acto completo que conduce a la conducta. Sin embargo, la conversación de gestos no entraña la referencia al individuo. No es el actuar de cierta manera lo que provoca una reacción en el organismo mismo.
Pero existen ciertos gestos que afectan al individuo del mismo modo que afectan a otros y pueden desencadenar las mismas reacciones que provoca en otros. Aquí tenemos una situación en la que el individuo puede provocar una reacción en sí y replicar a ella, con la condición de que sobre el individuo actúe el mismo efecto que en otros. Tal acto es el lenguaje.
La existencia de la significación se basa en una relación triádica: del gesto de un organismo con la reacción adaptativa hecha por otro organismo y en su capacidad indicativa en cuanto señalador de la completación o resultante del acto que inicia (siendo la significación del gesto la reacción del otro organismo a él). Para que exista esa significación tiene que haber en el pensamiento una clase de símbolo que refiera a ella.
Habermas explica este proceso de la siguiente manera: Para entender correctamente la idea de Mead
“ … es menester tener presente la premisa de que la interacción mediada por gestos viene aún gobernada por el instinto… Mead tiene que recurrir a una ulterior circunstancia… para explicar cuando el proceso objetivo de interpretación del propio comportamiento por la reacción comportamental de otro puede ser entendido como interpretación por el actor a quien ella sucede, a saber: a condición, o en el caso, de que el gesto interpretado por el otro sea un gesto fónico” (PP, p. 215)
Con el gesto fónico, que ambos organismos perciben simultáneamente, el actor se afecta a sí mismo al mismo tiempo y de la misma forma que afecta a los otros.
Para Mead nuestros símbolos son universales: el pensamiento siempre involucra un símbolo que provoca en otro la misma reacción que en el que piensa. “Una persona que dice algo, se está diciendo a sí misma lo que dice a los demás; de lo contrario, no sabe de qué está hablando”. Existe una posibilidad de lenguaje cada vez que un estímulo puede afectar a un individuo como afecta a otro. Esta coincidencia haría posible que un organismo obre sobre sí mismo del modo que obra sobre otro y aprenda en tal proceso a percibirse a sí mismo exactamente como es percibido desde el punto de vista social.
La relación originaria consigo mismo depende del tránsito a una nueva etapa evolutiva de la comunicación. Sólo cuando el actor hace suyo el significado objetivo de sus gestos fónicos, que constituyen por igual un estímulo para ambas partes, adopta frente a sí mismo la perspectiva de otro participante en la interacción y se divisa a sí mismo como un objeto social.
El sí mismo (self) de la relación consigo mismo, el auto de la autoconciencia, no es el yo que actúa espontáneamente; éste sólo viene dado en la refracción del significado ahora simbólicamente fijado que un segundo antes el Yo (I) cobró para el otro participante en la interacción en el papel de éste como un alter ego… “De ahí que la originaria conciencia de sí no es un fenómeno inmanente al sujeto, un fenómeno que quede a su disposición, sino un fenómeno generado comunicativamente” (PP, p ).

Ahora bien, Habermas cree que entre la relación epistémica consigo mismo del sujeto cognoscente y la relación práctica que consigo mismo guarda el sujeto agente existe una importante distinción que en Mead aparece en forma difusa. Por lo tanto se orienta a clarificarla.
La interacción simbólicamente mediada permite una regulación cognitiva autorreferencial del propio comportamiento, pero ésta no puede sustituir las operaciones de coordinación que hasta entonces venían aseguradas por la conexión adaptativa de las acciones de un actor a las del otro. Este hueco lo llenan expectativas de comportamiento normativamente generalizadas que ocupan el puesto de las regulaciones instintivas; sólo que esas normas necesitan de un anclaje en el sujeto agente mediante controles sociales más o menos interiorizados. Así la asunción de perspectivas se amplía y se convierte en asunción de roles: el Yo (I), el ego, asume las expectativas normativas de alter, no sus expectativas cognitivas. Ciertamente el proceso conserva la misma estructura pero el Mi de la autorrelación práctica ya no es sede de una autoconciencia reflexiva sino instancia de autocontrol. Mead concibe al Mi (Me) como el otro generalizado, es decir, como expectativas comportamentales normativamente generalizadas del entorno social, emigradas al interior de la propia persona.
Para Mead (1992) la adopción de la actitud del otro o role taking es el mecanismo que explica la incorporación de las actitudes sociales a la experiencia. Mediante la participación en los intercambios sociales el individuo se convierte en un “objeto para sí mismo” porque se descubre anticipando las actitudes de los otros que están implicados en su acción y ajustando su respuesta acorde a ello. Es decir que uno anticipa lo que el otro haría en respuesta a uno mismo y ajusta su propia acción; a su vez el otro hace lo propio. Esto lleva a una a una concepción de acción autorregulada según la cual el actor tiene que prestar atención a su actuación pues ésta genera reacciones en el otro y se convierten en condiciones para la continuación de sus propios actos.
Es por ello, que dirá Habermas que el Mi de la relación práctica consigo mismo se revela como un poder conservador. Refleja las formas de vida e instituciones que son habituales y resultan reconocidas en una sociedad particular. Funciona en la conciencia de los individuos socializados como un agente de ellas y expulsa de la conciencia todo lo que espontáneamente resulte desviante. A ese Mi se enfrenta el Yo en un doble carácter: como empuje de las pulsiones que quedan sometidas a control, y también como fuente de innovaciones en términos que quiebran y renuevan los controles anquilosado de las convenciones sociales. Pero ese Yo es espontaneidad que escapa a la conciencia y que no siempre puede revelarse tal cual es.
En la relación práctica el sujeto agente no trata de conocerse, sino de cerciorarse de sí mismo como iniciador de una acción que sólo a él le es imputable, en una palabra: como voluntad libre. Pero tal cercioramiento el sujeto lo emprende desde la perspectiva de aquella voluntad generalizada o social encarnada en las normas o formas de vida intersubjetivamente reconocidas de nuestra sociedad. Por ello Habermas considera que  esta interpretación no explica porqué Mead mantiene la diferencia entre el Mi y el Yo. La explicación la encuentra en el modo en que Mead concibe como funciona la identidad del yo. 
En la relación práctica consigo misma el Mi caracteriza una formación de la identidad que hace posible la acción responsable pero todavía al precio de una ciega sujeción a controles sociales exteriores que permanecen externos pese a la asunción de roles. Pero este tipo de identidad del yo, que Habermas llama convencional, es la precursora o “lugarteniente” de la verdadera.
Para Mead (1982, p. 221) en las sociedades primitivas la individualidad se manifiesta por una adaptación más o menos perfecta a un tipo social dado, sin embargo, en las sociedades actuales la individualidad se manifiesta mucho más por el rechazo o realización modificada de los tipos sociales vigentes, es decir, que tiende a ser más diferenciada y peculiar. La individualización resulta, así, producto de la socialización, en la medida en que la autonomía y el modo de vida consciente aparecen como exigencias de la propia cultura y las instituciones.
Habermas dirá que esto concuerda con las explicaciones de Durkheim y los clásicos pero la originalidad de la perspectiva de Mead radica en la reconstrucción interna que realiza de estos procesos a partir de una teoría de la interacción y la comunicación.
La progresiva individuación se mide, tanto por la diferenciación de identidades de tipo único, como por el crecimiento de la autonomía personal, o individualización. Pero en tanto ser autónomo e individuado, el individuo sólo puede cerciorarse de sí desde la perspectiva de los otros. En este caso no dependo del asentimiento de ellos a mis juicios y acciones, sino de que reconozcan mi pretensión de univocidad e incanjeabilidad. Por lo tanto, la identidad deja de ser, pues, una connotación referida a los estados interiores para adquirir validez en la medida en que se exterioriza porque pasa progresivamente a ser dependiente del reconocimiento de los destinatarios; en la medida en que los otros presuponen capacidad y competencia respecto de mi.

Identidad del yo y acción comunicativa
Es el surgimiento de una identidad del yo no convencional la que permite describir la interacción y racionalidad que se configuran en la acción comunicativa propiamente dicha.
También en la identidad posconvencional el yo sólo halla acceso a sí mismo por el rodeo que le conduce a través de los otros, a través del discurso universal contrafácticamente supuesto. El yo sólo puede salirse al encuentro de sí como alter ego de todos los otros socializados, y ello como voluntad libre en la autorreflexión moral y como ser completamente individuado en la autorreflexión  existencial. Así la relación entre el Yo y el Mi sigue siendo también la llave para el análisis de la identidad posconvencional del yo, que socialmente le viene exigida al individuo.
Mead insistió en que la relación con una segunda persona es inevitable para toda relación consigo mismo. Para Habermas los dos tipos de relaciones consigo mismo analizadas se vinculan con distintos modos de comunicación en la que se especifican. De este modo la relación epistémica consigo mismo queda reducida a la clase de actos de habla expresivos, mientras que en la relación práctica consigo mismo se realiza el sentido de aquel Mi que Mead entendió como la identidad de la persona capaz de lenguaje y acción. El sí mismo de la relación práctica consigo mismo se cerciora de sí mediante el reconocimiento que sus pretensiones experimentan por parte de un alter ego. Uno tiene que haber reconocido a otro actor capaz de responder de sus actos en cuanto le exige que tome postura con un sí o con un no frente al contenido que comporta su acto de habla. Así en la acción comunicativa cada uno reconoce en el otro la autonomía que se atribuye a sí mismo.
“El efecto individuante que el proceso de socialización lingüísticamente mediado tiene, se explica por la estructura del propio medio lingúistico. Pertenece a la lógica de empleo de pronombres  personales, sobre todo en lo que respecta a la perspectiva del hablante que toma postura frente a una segunda persona, el que éste no pueda desprenderse in actu de un incanjeabilididad, no pueda refugiarse en el anonimato de una tercera persona, sino que haya de entablar la pretensión de ser reconocido como ser individuado.” (PP, p.
A las presuposiciones universales e inevitables de la acción orientada al entendimiento pertenece el que el hablante pretenda como actor ser reconocido como voluntad autónoma y a la vez como ser individuado. Y, por cierto, que el sí mismo pueda cerciorarse de sí al ser reconocida esa su identidad por otros, viene del lenguaje en el significado del pronombre personal de primera persona empleado en términos realizativos. Pero hasta qué punto este significado, bajo los dos aspectos de autodeterminación y autorrealización, logra pasar articuladamente a primer plano en cada caso concreto o permanece implícito  e incluso neutralizado, depende de la situación de acción y del contexto de que se trate.  

Bibliografía citada:
Gerth, H. y Mills, W. (1982) Carácter y estructura social. Buenos Aires, Paidos
Habermas, J. (1990) Pensamiento postmetafísico. Madrid, Taurus.
Habermas, J. (1987/1992) Teoría de la acción comunicativa, II. Madrid, Taurus.
Mead, G. H. (1982) Espíritu, persona y sociedad. Barcelona: Paidós.
Mead, G. H. (1991) La génesis del self y control social. En: REIS,  Nº 55, pp. 165 – 186.





[1] Para Habermas el modelo de sujeto – objeto de la filosofía de la conciencia se ve atacado durante la primera mitad del siglo XX por dos frentes: la filosofía analítica del lenguaje y la psicología del comportamiento. Ambas renuncian a un acceso directo a los fenómenos de la conciencia y sustituyen el saber-se intuitivo por procedimientos. Proponen análisis que parten de las expresiones lingüísticas o de comportamientos observables que quedan abiertos a la comprobación intersubjetiva. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario